27 de mayo de 2013

DONDE CABEN DOS, CABEN TRES


Como consecuencia de tener la casa patas arriba gracias a mi amada perra que ya conocéis,  la semana pasada nos fuimos mi Querido Novio y una servidora de excursión a Ikea. Como la tercera habitante en cuestión nos ha roto lo que teníamos -y la casa estaba de un estilo minimal que alucináis en colores- la visita a Ikea era una necesidad.

Mi forma de actuar en este tipo de sitios se mezcla en: un 50% mi carácter de compradora compulsiva, y otro 50% la influencia de la ciudad en la que vivo, ¡Que no tiene de nada! Así, ir a Ikea, o a Primark o incluso a Mercadona, se vuelve una excursión. Ir a esos sitios ya es un plan en sí, y hay que aprovecharlo porque cuando vuelva a casa no va a haber nada de eso. O sea, que ante la duda, se compra, se compra y se vuelve a comprar. Conclusión: me vuelvo loca en esos locales.

 

Por ejemplo, voy a Mercadona, y me vuelvo loca de atar. Me han dicho que las cremas de Mercadona son buenísimas buenísimas, y yo las quiero probar todas sin excepción. La verdad es que en el día a día no soy yo muy de ponerme potingues, pero con esto de la operación bikini, a partir de abril me vuelvo ultra creyente de las cremas reductoras/anticelulíticas/adelgazantes, y me las pongo como si no hubiera un mañana.

De esta manera, yo llego a Mercadona a la zona de cremas y arraso con todo, me tengo que llevar todo para casa, y como no sé cuándo voy a tener la oportunidad de volver a pisar un Mercadona, llevarme un bote de cada me parece ridículo. Tengo que coger mínimo dos o tres de cada cosa. Y claro, a fuerza de coger botes y botes de cremas, entro en brote. Me da un siroquillo y me pongo a coger cremas a destajo. Cremas que ni quiero ni uso ni nada, pero están ahí y, oye, ¡Hay que llevárselas!

En mi última visita a Mercadona mi Querido Novio me pilló in fraganti con un carro (de los pequeños verdes) lleno de cremas hasta arriba, mientras cogía cuatro (sí, CUATRO) geles de ducha de aceite de oliva. Me puso semejante cara de espanto que ya me paró los pies.

Total, que en Ikea me pasa igual. Voy metiendo chorradas en el carro y me vengo arriba, cojo cosas sin parar y… bueno, para que os hagáis una idea, el ticket de compra mide un metro (Y esto no es ninguna licencia literaria, ni una hipérbole, ni nada de eso. UN METRO DE TICKET, tal cual). Y mira que ya estaba apercibida, pero no fui capaz de contenerme. Nada más poner un pie en Ikea, mi Querido Novio, hombre previsor donde los haya, ingeniero, y por tanto amante del orden y de ir-a-coger-las-cosas-que-necesitamos-y-nada-de-paseos-absurdos me dijo “Nada de mirar chorradas, ¿Eh? Son las 4 de la tarde, y te doy hasta las 7:30, y ni un minuto más”.

Y ningún puchero consiguió aplacarle. No obstante, hay una frase muy rancia muy rancia que resulta que es muy cierta muy cierta, y es la de “Dos que duermen en el mismo colchón se vuelven de la misma condición”, porque resulta que mi amado ya no es tan cuadriculado como antaño. Total, que en la primera habitación de exposición de Ikea aparece el susodicho con un ridículo cojín de corazón y me suelta “¡Mira esto!” a lo que yo, avispada como nunca le devolví un certero “¿Y eso de nada de mirar chorradas, qué?”. Así que nada, se abrió la veda, y así nos fue. Hasta las cejas de cosas.

Y no, no tenemos cojín de corazón, que es una horterada y solo lo miramos por hacer la gracia, que os veo.

En cualquier caso, ir por Ikea cada uno metiendo las cosas que nos apetecía no revistió de la menor gravedad; el problema fue al tener que ponernos de acuerdo en algunos muebles críticos. Vuelvo a apoyarme en la sabiduría popular, porque es muy cierto que ir a Ikea en pareja es una actividad de alto voltaje: la discusión está asegurada. En esta última excursión estuve planteándome la idea de que inmediatamente antes de las cajas hubiese una zona para realizar divorcios exprés porque ¡Uf! Me puse negra.

De todas maneras, no deja de ser un consuelo pensar que no eres la única pareja en tensión en Ikea, porque mientras paseamos por allí escuchamos frases como:

“¿Se te ha ocurrido pensar que igual yo también quiero tener un asiento en el que poder sentarme?” –Pasivo agresivo sarcástico.

“¿Eso? Pero ¿Dónde quieres meter eso, si puede saberse?”-Tiquismiquis.

“Eso es un aborto” y también a pleno pulmón “¡NO, ESO NO!”-Directo e implacable.

“¿Pero para qué quieres un cortapizzas? Eso es una chorrada, si con un cuchillo o unas tijeras ya está. Esto son cosas de tu madre que es una pija, pero ya puedes olvidarte del cortapizzas, que no lo vamos a comprar”-Riesgo de divorcio evidente, y con la supuesta suegra pija en contra por toda la eternidad.

Y nosotros dos, a pesar de que en el día a día somos como dos algodoncitos de azúcar dulces y empalagosos, tampoco nos quedamos atrás. Todo por ese famoso armario que se ha comido la perra. Estaba claro que íbamos a por un armario nuevecito para casa, y de repente ya hasta eso se puso en duda.
 

Primero miramos los modelos de armario que vienen ya “hechos”, y ninguno nos valía. Con lo cual, había que hacer uno de esos modulares a nuestro gusto con una amable dependienta, o eso era lo que creía yo, porque ¡Ay amigo! Aquí llegó el origen de la ciclogénesis explosiva: mi Querido Novio encontró que vendían puertas de armarios sueltas –se ve que no estaban lo suficientemente escondidas en la exposición y dio con ellas, cachis- y quería ver si podrían comprarse las puertas solas. Yo, que odio en secreto ese armario cochambroso que tenemos, quería deshacerme de él como la mafia se deshace de esa gente que le molesta -discretamente pero sin piedad-. El tercer factor desestabilizador en esta historia es mi padre que no sé si está mayor o es un empanado que va a su bola y pasa del mundo.

Le llamamos para preguntarle las medidas de las puertas del armario (Porque claro, medidas del espacio teníamos, pero de las puertas solo no). Al buen hombre le metimos en un marrón, pero es que vivimos a 8 minutos de distancia y era una cosa rápida. Bien, tardó DOS HORAS Y MEDIA. En ese entreacto: no encontraba las llaves de mi casa, llamó a mi madre para que le dijera dónde estaban pero no le cogió el teléfono, encontró las llaves él solo, fue a mi casa, las llaves que había cogido no eran las llaves de mi casa, volvió a su casa, volvió a llamar a mi madre que pasó de él nuevamente, consiguió encontrar las famosas llaves, esta vez sí, fue otra vez a mi casa y entró.

Y dentro de mi casa estaba el bendito padre de mi Querido Novio que no tardó dos horas en encontrar las puñeteras llaves de las pelotas. Yo, mientras tanto, llenaba el carro de chorradas para paliar el estrés.

Le hubiera sacado los ojos.

Ese tiempo de espera en Ikea con mi padre llamando para decir “No encuentro las llaves” después “Sí, ya están” después “No, que no eran las llaves”, y sucesivas llamadas consiguieron desquiciarme hasta límites insospechados. Todo ello para encima tener como fin el mantener ese odiado armario en casa forever. Así que mi conversación tensa en Ikea con mi Querido Novio era: “Pero vamos a ver, si teníamos claro que veníamos a Ikea precisamente a comprar un armario porque el otro da asco, ¿Por qué estamos ahora mirando las medidas de las puertas de los armarios? Si queremos un armario entero nuevo, ¡Joder!”

Y la gente pasaba y nos miraba pensando “Pues sí que es verdad que Ikea es foco de broncas, sí”. Total, que el padre de mi amado novio nos dio las medidas de las puertas y no eran válidas. Casi casi me marco un bailecito de la victoria como si fuese Neymar, pero me contuve y pude decir así con una cara de pena impostadísima: “Bueno, pues ahora ya solo nos queda mirar el armario modular a nuestra medida”.

¡VICTORIA! Me llevé el gato al agua.

Sin embargo, el Karma es astuto y a veces hasta es cachondo como él solo. Resulta que al llevarnos todo a casa y montar el armario… ¡Las puertas que nos hemos traído no son válidas! ¡Son pequeñas! Ay, el Karma, qué cachondo es.

Apuesto a que tengo a mi Querido Novio disimulando sus ganas de marcarse un “¡Vamos! ¡Toma puertas!” al más puro estilo de Rafa Nadal y darme en el morro.


 
Menos mal que es un amor y no lo hace, más majo él. Ahora somos dos algodoncitos de azúcar en nuestra remodelada casa de Ikea con armarios sin puertas. Y tan pichis. Las puertas ya llegarán.