Ay Dios
mío, qué agotamiento manejo hoy. Tengo las neuronas off total y, francamente,
no sé ni lo que os voy a contar.
Porque
ahora ya sí que sí, se han acabado todas las fiestas e incluso la resaca
navideña pasó y se fue. Goodbye, hasta el año que viene. Las luces se
encendieron y, aunque nos costó salir, abandonamos el bar. Y no solo eso, hemos
pasado también la resaca horribilis en el sofá.
Ya nos
hemos olvidado de todos los juramentos post navideños e incluso de los
propósitos que hicimos en año nuevo. Ahora ya hemos vuelto a la vida normal,
paseamos con nuestras máscaras de personas serias y tenemos una ajetreada vida.
Por eso,
ahora tenemos que tener en mente nuevas metas lúdico-nocturnas. Pasaremos esta
sequía de fines de semana con media sonrisa porque estaremos descansados para
el próximo objetivo: Carnaval.
Los
carnavales tienen un no sé qué que hacen que o bien te encanten o bien los
odies con todo tu ser. No cabe término medio. Yo soy de las primeras. Me parece
divertidísimo disfrazarme y si pudiera haría carnavales bimensuales, lo que
pasa es que nadie me sigue y así no es plan. Carnavales bimensuales sí; ser la
única colgada vestida de pirata el mes de mayo no señor.
Total, que
llevo ya dos meses introduciendo la idea genial de hacer un disfraz diurno en
nuestro pequeño núcleo familiar para el sábado de carnaval: mi Querido Novio,
Leia y yo disfrazados de súper héroes. Creo sinceramente que es una idea
genial, y con la testosterona que desprende el disfraz de súper héroe debería
ser más sencillo convencer a mi Querido Novio, pero de momento parece que la
idea no está cuajando demasiado bien.
No sé por
qué.
Después
está el problema de si Leia estaría dispuesta a dejarse poner un disfraz y
salir con él a la calle, que no lo veo nada claro. El disfraz, ponérselo se lo
pondría, porque ahora se deja hacer todas las perrerías habidas y por haber,
pero eso de caminar por la calle con el disfraz puesto… tengo mis dudas.
Y es que
nuestra perra es bastante graciosa. En vez de pasar vergüenza por destrozar la
casa de los amos que la acogieron con todo el amor que puede caber en un alma,
ella tiene vergüenza de que le pongan ropitas.
Por otro
lado, tampoco me extraña que tenga
sensación de ridículo. Pero oye, que lo tenga para todo lo que hace, no solo
para los trapitos.
La cosa es
que, como ya sabéis, mi adorada perra llegó a casa un diciembre, y no paró de
llover hasta que no llegó el mes de julio, con lo cual, lo de tener a la can
empapada cada vez que salíamos con ella se convirtió en un habitual.
Añadir al
paseo el secado con toallas se convirtió por tanto en un habitual, pero claro,
nosotros éramos unos amitos primerizos y bastante lentos, con lo que secar a la
perra todas y cada una de las veces que salía a hacer unos pises a la calle se
convirtió en un coñazo que no queríamos asumir.
Como
teníamos ojos en la cara, vimos que, en invierno, las calles se llenaban de
perros que llevaban un poncho para guarecerse de los diluvios. Pero éramos
reticentes. Nuestra evolución con respecto a los ponchos para perros fue más o
menos así
Conversación
de inicio:
-¿Has visto
que todos los viejos llevan a sus chuchos con una gabardinita ridícula para que
no se mojen? Qué cutre.
-¡Ya ves!
Menuda cursilada, por favor, ¡Si son perros, se tienen que mojar!
Evolución:
-Oye, que
no me da la vida para estar secando a la perra cada puñetera vez que sale a la
calle ¡No puedo más! Estoy harta.
-Yo
también, pero ¿Un poncho? Es que nos van a sacar canciones…
-No, un
poncho no, pero… la verdad es que lo usa un montón de gente ¿eh?
-Ya, pero
son perros. Se tienen que mojar, ¿no?
-Sí…tendrían
que mojarse…
Conversación
final:
-Bailarina,
que sepas que he ido a la tienda de mascotas del centro comercial que estaban
de rebajas. He cogido para Leia un abrigo marrón que estaba en oferta. El secar
se va a acabar.
-¡Ay qué
bien cosita! Para qué va a estar la pobre perra calándose cada vez que sale si
lo podemos evitar.
Como veis,
hemos aprendido mucho con la perra en casa. Sobre todo a cambiar de opinión.
Es una pena
que Leia se haya mantenido en sus trece con su “esto del poncho es una mierda y
no voy a salir a la calle con esto puesto ni muerta”, porque tiramos el dinero
con el abriguito de marras.
Aquí
nuestra querida can estrenó el abrigo un lluvioso mediodía que me tocaba
sacarla a pasear. Era un día entre semana y tocaba volver a la tarde a trabajar,
por lo que dedicarme a pasar el rato secando a la perra no era una opción.No me
lo pensé dos veces:
-Leia,
abrigo al canto. Ven aquí.
Craso
error.
Tardé una
eternidad y media en colocarle el abrigo en cuestión. Madre mía, casi me saco
media carrera de ingeniería colocándole el poncho, qué complicación. Y total,
para que me la jugara suciamente al bajar a la calle.
Porque
dentro de casa la Judas de ella disimulaba y hacía como que todo iba bien con
su poncho, que no pasaba nada, que buen rollito y que qué graciosa estoy así
vestida, mírame. Pero en la calle ya eso es otra cosa, que hay gente mirando, y
a mí no me van a ver así vestida ni de coña.
Y la
tuvimos.
En cuanto
pisamos la calle, bajo el diluvio universal, la perra de ella ancló sus pezuñas
al suelo y adoptó una actitud “no nos moverán” que, efectivamente, no había
manera de moverla. Y con todos los tirones que le pegaba a la correa ella se
mantenía impertérrita con las pezuñas bien clavadas en el suelo y mirándome
como diciendo “Que no, tía, que yo así no voy a ningún lado, cacho loca”.
Tras diez
minutos de tirones no conseguí avanzar más de cinco metros, y encima la gente
que pasaba a mi lado se cachondeaba. Claro, una cachorro de labrador con un
abrigo graciosísimo era como para mirar, pero si encima tenías show… imposible
no decir algo:
-¿Qué, que
no quiere ir así vestida?
-Oy oy, qué
graciosoooooooo.
-No le
gusta el abrigo, ¿eh?
-Pero
chiquilla, ¿Qué le has hecho que no quiere ir contigo?
Esas son
algunas de las lindezas jocosas que tuve que escuchar, y ya se me calentó el
hornillo y dije HASTA AQUÍ HEMOS LLEGADO. Ea ya.
Cerré el
paraguas, lo tiré al suelo, me agaché y le quité de encima ese poncho del
demonio; todo bajo el aguacero que caía sin piedad. Nos calamos, pero oye, fue
quitarle el abrigo y convertirse en otra perra.
¡Que estaba
encantada de la vida de estar mojándose por la calle! (y sin el poncho).
Así que
nada, eso de ponerle el abrigo ya quedó descartado de por vida. Nunca mais, que
yo sé perfectamente lo que es ir ridículamente vestida por la calle odiando a
tus superiores con todo tu ser.
Y es que
aquí donde me veis, amante del carnaval y de disfrazarme siempre que tengo
oportunidad, he tenido una infancia muy dura, y carnaval ha sido siempre un día
muy intenso.
Mis padres,
hippies convencidos y luchadores a muerte por la igualdad de sexos, nunca me
dejaron disfrazarme de princesa, o de hada, ni siquiera de flamenca. Nada.
Yo, o de
gato, o de conejo, o de bruja (único disfraz mínimamente femenino que conseguí
en mi vida). Nada de cursiladas moñas rosas para niñas repipis sin cerebro. Y a
ver quién es la guapa que le dice a su madre que ella quiere ser una niña
repipi sin cerebro disfrazada de princesa discriminadora. Pues servidora no se
atrevió, y yo todos los carnavales con disfraces no sexistas. Un planazo, vaya.
Eso sí, el
peor disfraz de toda la historia de la humanidad me lo pusieron con cuatro años
cuando la genialidad parental les llevó a comprarme un traje de PINGÜINO.
Corrijo,
una mierda de traje de pingüino de mierda asqueroso de mierda. ¿He dicho de
mierda ya?
Encima hay
que oírlos ahora a mis casi treinta decirles “si es que estabas monísima, más
graciosa vestida de pingüino, y encima nos costó un dineral el disfraz, que no
había de esos disfraces entonces. Pero tú nada, qué cabreo te cogiste, que no
querías ir así y que no querías ir así y nada. Mira las fotos, míralas anda. En
ninguna sales sonriendo. Vaya cara de seta, qué cabreo te cogiste, madre mía”.
Y es que el
disfraz de pingüino estaba tan tan conseguido que tenía hasta el tiro del
pantalón del mono a la altura de las rodillas, con lo cual servidora caminaba
precisamente como un pingüino enano de cuatro años.
Monísima.
Graciosísima. Se descojonaban de mi en cuanto me veían, tanto adultos como niñas
vestidas de princesas o de hadas madrinas (y esas carcajadas sí que dolían en
el alma).
Y
francamente, me importaba un pito que el disfraz fuese ñoño, sexista, repipi o
lo que fuese. YO QUERÍA UNO. Pero nada, no hubo manera. Y así me he quedado,
fan de Hello Kitty y de Star Wars a partes iguales.
Madres del
mundo: cuidadito con lo que hacéis. Mirad los tarados que estamos en el mundo