24 de marzo de 2014

DE UNA CAMPIÑA INFINITA SIN SENDEROS NI CERCADOS


Este fin de semana me he liado la manta a la cabeza y me he ido con tres amigas de relaxing plan de spa a una casa rural perdida de la mano de Dios. Se ve que no quedé escarmentada del último fin de semana de amor rural con mi Querido Novio que acabó saliendo rana. Así soy yo, amo vivir al límite.




Total, que este fin de semana nadie ha caído enfermo y hemos disfrutado de un agradable tiempo primaveral y de paseos al sol. ¡Bien! Sin embargo, no todo podía ser perfecto, claro: el surrealismo ha hecho acto de presencia en nuestras vidas.


Y es que parece que no puedo irme a una casa rural y que todo vaya bien, no señorita. Por H o por B tiene que pasarnos algo que se sale de lo normal. En este caso, ha sido culpa de la propia casa -rural-, y para colmo de males, el fin de semana, de relaxing tuvo más bien poco porque dormimos cuatro horas en total. O sea, mal.


Para empezar, cambiamos dos veces de habitación. Porque según las extensas conversaciones que mantuvimos con la recepcionista, nada más llegar:


-La habitación que teníais asignada no tiene calefacción, está estropeada. Os metemos en estas otras, aunque las que teníais antes la verdad son más amplias.


Oh, qué pena, pero de acuerdo. Cogimos nuestras mini maletas trolley y clanc clanc clanc clanc, rodamos por la gravilla de la casa rural al edificio en el que estaban nuestras nuevas habitaciones. Después de pasar todo el día fuera, y antes de nuestro momento spa, volvimos a la casa y la frase de la recepcionista fue:




-El técnico ha pasado y ha conseguido arreglar la calefacción. Podéis ir a vuestras habitaciones de origen. ¡Qué suerte!


Con lo cual, hicimos las maletas de nuevo, las cerramos y clanc clanc clanc clanc, rodamos por la gravilla de la campiña hasta el edifico de los elegidos, donde las habitaciones eran más amplias y la calefacción estaba recién reparada.


Sin embargo, cuando estábamos arreglándonos para salir a cenar en una habitación que resultaba estar gélida como un puñetero témpano de hielo (esa calefacción nueva no parecía templar demasiado), la ya íntima amiga recepcionista volvió para tocarnos la puerta y decirnos:


-Parece que al final el técnico no ha podido arreglar la calefacción –“¡oh, qué sorpresa, amiga recepcionista! Si me estoy pintando el ojo con una pasmosa dificultad porque NO ME SIENTO LAS MANOS, perra”–si os parece, podéis volver a la habitación que teníais antes.


Pues claro que queremos ir a la habitación de antes, tía cachonda, que aquí vamos a acabar como las primas de los pingüinos del polo. Así que, por enésima vez, recogimos todo, volvimos a hacer la maleta y nos volvimos clanc clanc clanc clanc de vuelta a la casa 1 donde ya nos quedamos a pasar la noche ahí definitivamente. META.


Personalmente y después de tanta vuelta, o dormíamos ahí o montaba una revuelta en la casa rural perdida de la mano de Dios en la campiña que iban a alucinar. Lástima que esa casa también tuviera su “pero”.


Y es que, ay amigos, no podemos ir a una casa rural y sentir el silencio del campo y el maravilloso piar de los pájaros como único sonido que enturbia nuestro descanso, no señor. A nosotras nos va la marcha, y el ruido, parece ser.


Estábamos plácidamente dormidas a las 8 de la madrugada del domingo (que como todo el mundo sabe, madrugar un domingo es pecado mortal), cuando una terrorífica voz salida de ultratumba empezó a sonar encima de nuestras cabezas:



-Isaaaaaaaaaaaaa

¿Qué era eso?

¿La chica de la curva?, no, estábamos en una casa. ¿Un poltergeist?, quizá demasiado de día para uno.


-Isaaaaaaaaaaaa. –La voz daba diarrea solo de oírla, qué miedito.


Metí la cabeza dentro de las sábanas, barrera protectora anti espíritus malignos mundialmente conocida. ¿Qué era eso? ¿La madre muerta de Psicosis? ¿Algún amigo del niño del sexto sentido? ¿La novia de Chucky? ¿La niña del exorcista?


No, claro que no. Aunque la voz en cuestión acojonara un huevo,  pertenecía a una simple mortal. Concretamente, a una pobre anciana demenciada que vivía en la casa y que se tiró dos horas de reloj llamando a esa tal Isa como si se estuviera muriendo, ¡DOS HORAS!


Una simple mortal, pero bastante zorra, la vieja.



Luego, en el desayuno, la vimos en una sala de estar tan pichi, como si no hubiese estado dando por saco a todos los huéspedes. Casi la estrangulamos. Menos mal que nos habían dado de desayunar comida suficiente para alimentar a 30 personas y no podíamos ni movernos que si no… qué empacho, y qué sueño teníamos.


Pero, para ahondar aún más en la herida, os confesaré  que  ni siquiera eso fue lo más cómico del relaxing plan de spa de fin de semana. No, aún hay más, porque el finde no fue relaxing, pero es que tampoco puede decirse que fuese de spa.




La casa rural se vendía a sí misma con los siguientes “extras”: Jacuzzi, Termas, zona de relajación mental y gimnasio. Genial. Y había que reservar la hora del Spa porque era “privado”. Reservamos las 19:00 del sábado, para no romper la tarde en dos. 


El problema vino cuando nos indicaron dónde estaba el susodicho Spa: ni en el edificio número 1 ni en el edificio número 2, sino en una especie de sótano entre los dos edificios al cual se accedía por la calle.

Sí, por la puta mitad de la gravilla de la campiña de la casa rural. Por ahí se accedía al spa.


Y qué Spa. ¡Lo de Internet era una descripción totalmente fraudulenta del lugar! Lo que ellos denominaban Spa se reducía a un sótano, decorado con mucho estilo y con luces de estas tenues que van cambiando de color, eso sí, pero un sótano al fin y al cabo. Y ahí, en el fondo del sótano, un pocito minúsculo con un jacuzzi.


FIN DEL SPA.


Es decir, el “gimnasio” directamente no existía (aunque tampoco lo eché de menos), y el “jacuzzi” y las “termas” eran lo mismo: el pocito donde nos metimos las cuatro a remojo culito con culito (claro, no entrábamos de otra manera). Pero lo mejor de todo, sin lugar a dudas, era la zona de “zona de relajación mental”.


Hay que tenerlos cuadrados para estar haciendo la web de tu casa rural y poner, sin ningún pudor, “ea, que tenemos un spa con zona de relajación mental”, y quedarse tan pichi.


¿Zona de relajación mental? ¿¿¿Perdonaaaa??? Lo único que había ahí era un puto banco de mierda en el sótano. ¡Un banco! Nada más. Por no haber no había ni esa típica música de restaurante chino que invita a la relajación. Nada.


Un banco, un pocito, y cuatro amigas con cara de estupor. Fin.


¿Y qué hicimos nosotras? Pues meternos al agua una hora enterita, reírnos mucho, relajarnos más bien poco y después, cuando se acabó nuestra hora de spa privado exclusivo, nos fuimos dignamente.  


¿Cómo de dignamente?




Pues corriendo a nuestras habitaciones por mitad de la campiña, envueltas por una toalla y con las chancletas, disfrutando de una apasionante carrera entre las vacas de ese ambiente tan rural. Una imagen que no olvidaremos fácilmente. Y, por supuesto, que no admitiremos jamás haber vivido.