No sé si
sois conscientes de esto pero hoy no va a haber post porque tengo que hacer el
primer trabajo del máster que estoy haciendo y ya me columpié bastante la
semana pasada (que no hice nada de nada, nothing,
niente, res de res). Es decir, aquí estoy, escribiendo y tal, pero en
realidad esto lo acabo enseguida y me pongo con el deber, que eso es lo que
tengo que hacer. Que lo tengo planeado.
Y es que
vosotros, afortunados que sois, no me conocéis, pero soy algo así como la
fundeplazos oficial de la historia de la Universidad. Todo para última hora,
siempre, sin excepción. Así me ha ido, que he pasado cinco años de mi vida con
unos ríos de adrenalina en mi cuerpito serrano que ya no necesito ni puenting
ni chuminadas por el estilo. Tengo emociones fuertes acumuladas para los
restos.
Bueno, que
cuando iba al instituto era igual de fundeplazos pero la verdad es que viéndolo
ahora de lejos, no puede decirse que aquello fuese algo horriblemente
complicado de cumplir. Cuatro ejercicios de deberes y basta. Tareas perfectamente
asumibles a pesar de dejarlo todo para última hora.
Sin embargo,
quiero cambiar. Ya no quiero ser esa mujer que se autoengaña y se dice “Uy uy
uy… Qué pereza más horrorosa ponerse con este trabajo ahora ¿No?… Y encima es
que no me voy a poner a ello ni de broma, que esta peli mala de Antena 3 es
muchísimo más amena. Bueno, esta semana ya no voy a hacer el trabajo porque es
martes y ya he empezado con mal pie, pero la semana que viene me pongo ya en
serio y a tope y súper motivada, ea. Va, Bailarina, va. El lunes que viene a
tope ¡A tope! ¡Sí!”
Es posible
que esto fuera exactamente lo que me pasó la semana pasada. Quiero cambiar,
aunque qué puedo decir, soy débil… PERO YA NO MÁS. Ahora voy a ponerme en serio
con el caso de marras y lo voy a acabar incluso antes de la fecha de entrega. Sí
señores. Ahora mismo me pongo a ello. A tope ¡Yeah!
Es más, os
diré que he mejorado ostensiblemente en esta segunda vuelta a la Uni con
respecto a la primera vez. La primera vez me pareció un rollo: iba a clase medio
obligada, me aburría como una ostra y había un montón de gente pereza dispuesta
a pisar tu cabeza y esparcir tus sesos por el suelo de baldosa del aula con tal
de quedar por encima de ti.
PEREZA.
Y a partir
de segundo, vamos a ser sinceros, pasaba más bien poco por clase. (Mis padres
no van a saber de la existencia de este blog jamás en la vida. Como lean esto
me crujen. A ver cómo les explico yo esto sin que me castiguen fulminantemente
a pesar de estar ya trabajando y vivir fuera de casa).
Otro de los
aspectos negativos de la vida universitaria es que eres estudiante y, en
consecuencia, eres pobre de solemnidad. Bueno, a no ser que seas un hijo de
papá. Lamentablemente, no era mi caso (Hijos de papá: os odio y os envidio a
partes iguales). Esto suponía que tenía que hacer malabares con el dinero que
tenía para poder salir de fiesta y pedir una copa, que ir a una pizzería a
cenar con los amigos o con el noviete de turno era lo más parecido a darte un
banquete en un restaurante de cinco tenedores y te descompensaba toda la paga
semanal, o que ir a “tomar algo” suponía
pedirte un agua o un mosto porque era lo más barato de todas las bebidas
disponibles en un bar.
Una vida
muy dura.
Ahora, sin
embargo, la perspectiva de volver a estudiar es muy diferente, para empezar
porque servidora se ha apuntado por voluntad propia y con sus propios
dineritos. Es decir, sé perfectamente el ojo de la cara que me ha costado
apuntarme al máster este, como para ponerme ahora a hacer el minga y no ir a
clase como si fuese una lerda de 19 años. No señor.
En
confianza, os diré que me lo paso genial. Atiendo, me interesa lo que me cuentan,
y además de todo ¡Intervengo! Yo, que no había hablado nunca jamás en clase y
miraba con convicción a las musarañas, ahora voy y me implico. Estoy que no me
reconozco. Además, la vuelta a la vida universitaria con un sueldo para poder
gastar en ocio y la obligación de salir a cenar y a tomar algo los viernes (estoy
fuera de casa, qué le voy a hacer) mejora mucho la perspectiva del Máster. Y
oye, que los expertos a esto del cachondeíto ahora lo llaman Nightworking, y
hay que trabajarlo tanto como el Networking de linkedIn.
Lo que os
decía: implicadísima a la causa. Con deciros
que la próxima semana acabo ya el primer trimestre y me da pena no ver a mis
compañeritos en todas las vacaciones de Navidad… ¡Me he vuelto una empollona!
Eso sí, a mi manera.
Hay que ir
a clase, sí, pero también hay que cumplir por la noche. Así, aunque te líes el
viernes, el sábado a la mañana hay que ir a clase sin falta. Aunque llegues a
casa a las cinco de la mañana con un cuerpo de jijiji-jajajá total tras descubrir un fantástico bar donde la
música es maravillosa y un camarero, de nombre Lee, pone las mejores copas del
mundo mundial. Tú a clase. Aunque las copas del Lee fueran tan sumamente estupendas
que te has bebido muchas más de las moralmente aceptables.
El sábado a
las 9, con tu cara más espantosa y tu galopante necesidad de meter cafeína en
el cuerpo (Bueno, y de agua también), tú vas a clase. Y eso tiene mucho más
mérito que ir a clase después de salir de fiesta con 19 años, porque según
sumamos años las resacas son aun más infernales, y las recuperaciones son mucho
más costosas que cuando una es joven y se cree inmortal.
Ahora bien,
a pesar de ser mayor y, por tanto, de recuperaciones más lentas, no hay nada mejor que tener tu propio nido
para esos amaneceres de domingo en los que abres el ojo y tu primer pensamiento
es “Ay… no vuelvo a beber nunca más” (Mentira, por cierto. No os auto engañéis
de esa manera que no cumplís nunca ninguno). Cuando era una joven fiestera
residente en casa de mis padres los domingos eran como para preferir cortarse
las venas sin atisbo de duda (y acertando en la elección).
Mis maquiavélicos
y crueles padres tenían por costumbre familiar dominguera salir a comer todos
los domingos sin excepción a una pizzería; pizzería en la cual no se podía
reservar mesa, por lo que había que estar allí a las dos en punto para tener
sitio. Y la pizzería era ESA y no otra y la hora de comer eran las dos Y NI UN
MINUTO MÁS TARDE.
Evidentemente,
llegar a las 8 entrando en casa de puntillas como una ninja silenciosa –o eso me
creía yo, luego me enteraba que de “ninja silenciosa” tururú- y estar a las dos
en una pizzería “y con buena cara” como exigía mi padre (ergo, duchada, bien
vestida y maquillada como una puerta para disimular los estragos nocturnos), es
la experiencia más próxima al infierno que he vivido jamás.
Lo peor de
todo es que tuve que sufrir los domingos de pizzería durante años y años, y
jamás conseguí sabotear ese plan. Hasta que la pizzería en cuestión no cerró no
dejamos de ir. Si hasta los camareros del local me miraban y se apiadaban de mí
y de mi resaca infernal.
Si algún
día soy madre no pienso hacer pasar por semejante crueldad a mis cachorros. Eso
sí que es hijoputismo supino. Tengo los domingos pizzeros grabados a fuego en mi mente. Forma parte del top 3 de sistema de tortura parental.
Total, que
me lío y no solo no hago el trabajo de la Uni sino que además acabo hablando
mal de mis padres ¿Os parece bonito? Ya no les enseño el blog nunca
jamás.