Este fin de
semana me ha entrado una morriña de dimensiones antológicas y hoy tengo un día típico
“de videoclip de canción de amor”. Estos días se diferencian de los demás en
que estás como triste y te autocompadeces incesantemente de tu mala vida.
El plan
perfecto para este tipo de días es ver una peli de llorar con mocos y todo. Ojo
aquí que no vale cualquier peli de llorar, no, no, no. Aquí queremos llorar mor
moñadas, no por guerras o desastres naturales o por temas de profundo calado
social.
Lamentablemente,
es lunes, y hay que trabajar, así que no vale ponerse a ver pelis mientras comes
chocolate y te lamentas de tu mala sombra. El único signo que demuestra mi
estado de lamento es la clásica pose de videoclip de canción de amor: Codo
apoyado en la mesa, cabeza reposando sobre la mano y mirada perdida hacia el
infinito (pero cuidado, que el infinito está única y exclusivamente mirando por
la ventana).
El sumun es
que en esa ventana haya posadas gotitas de lluvia y que parezca que tu vida se
ha parado y se ha quedado ahí anclada mientras desde la ventana se ve que la
gente pasa a toda velocidad. Eso ya es para morirse de pena por la mala vida
que tienes y por lo injustísima que es la sociedad. Pose de videoclip de
canción de amor de libro, un 10 si hubiera un jurado examinando.
Bueno, pues yo
estoy hoy así de triste.
Y ahora
vosotros pensaréis “Oh, cielos, ¿Qué desgracia XXL puede cernirse sobre la
pobre Bailarina para que esté así de triste, pobrecita mía?” y yo que soy como
una yonki de la compasión en este momento, pues ya me quedo un poquito mejor. Soy
así de repelente, necesito atención constante.
Estoy triste
porque hace malo.
Ahora diréis “Pues
menuda chorrada, chica, que es noviembre ya, ¿Qué pretendes?”, y ya, ya sé que
es una bobada y que no se puede luchar contra los elementos ni contra la
climatología ni contra el inexorable paso del tiempo. Lo sé. Pero es que me da
una pena…
Yo soy mujer de
calor. Me gusta el sol, los días largos, las duchas fresquitas, los vestidos
vaporosos, las sandalias que dejan los deditos libres a los pies. Me gusta
coger un foulard por si refresca a la noche, tomar helados, ir a la playa y
dormirme al sol.
Me gusta estar
morena, me gusta tanto que de hecho creo que rozo la tanorexia (tanorexia:
adicción al bronceado, para los blancurrios como la leche no conocedores del
palabro), me gusta vestirme con dos cositas y ale, a la calle. En definitiva,
que yo sería feliz en un lugar donde siempre hiciera bueno. El frío me sobra
SIEMPRE y no quiero yo tener invierno ni de casualidad.
Pero ay, tiempo
cruel, esto ya no es o que era. Me encontré el sábado con que tuve que salir a
cenar con botas, un abriguito corto porque hacía a la noche un frío del horror
y una bufanda de lana. Vamos, que iba forrada como una cebolla. Pero como si
aquello no fuese lo suficientemente engorroso tuve que llevar también un
paraguas. Porque sí, llovía, y mucho.
Así que añadimos
paraguas al kit, y paraguas es como la bestia negra de toda persona que quiera
salir por la noche. El acompañante pesado colgado de tu brazo todo el rato sin
excepción; y eso en el mejor de los casos, porque es también probable dejarlo olvidado
o perdido en algún sitio y tener que volver a casa bajo una cortina de agua sin
tener dónde guarecerte, a pesar de haber estado horas con ese bicho colgado de
tu brazo.
Lo que no
cambia sea la época del año que sea es que el mundo está llenito de gente rara.
Esto es así. No obstante parece que yo también vaya buscando guerra, porque me
meto en cada antro de mala muerte, y a unas horas, que claro, la gente que hay
es digna de estudio antropológico.
Este sábado,
por ejemplo, apareció en escena un hombre de los que os hablo. Se trataba de un
señor barbudo, de apariencia formal y que portaba náuticos, camisa rosa y
Barbour (sí, llevaba la Barbour dentro de la discoteca). Bien, el hombre perdió
toda su formalidad cuando cogió de la barra del bar un enorme ramo de rosas de
los chinos, que al parecer había comprado a uno de esos amables orientales que
van por las noches de bar en bar vendiendo flores de plástico malo y juguetes de
aun peor calidad. Es decir, el ramo cochambroso era propiedad del hombre de la Barbour.
Comenzó a
moverse por el tugurio con el ramo en la mano para otear el ambiente, porque el
caballero parecía decidido a cortejar a alguna de las féminas del local. Lástima
que él fuese lo más parecido a una novia súper barbuda que he visto en la vida.
Evidentemente, en su primera vuelta no consiguió nada.
Para su
segundo intento debió de pensar “Eh, tío, así no estás ligando nada. No te mira
ni la más fea. Cambia de táctica: quid pro quo; si no das, poco vas a recibir.
Reparte flores”. Y a ello se puso. Se convirtió en un satélite de todo grupo de
chicas que había por allí, y repartía flores.
Su gran hándicap
fue no ver las señales. El buen hombre consiguió ligar, pero no con quien
quería, y después todo se le fue de las manos.
La mujer más
tarada de toda la discoteca se fijó en él y se decidió a no dejarlo escapar. No
sé cómo acabó la cosa entre el tío de la Barbour y la tarada, lo siento. Tuve
que dejar de mirar para que no me ardieran los ojos en el momento en el que la
tarada decidió que la mejor forma de que “su” hombre dejara de hablar con unas
chicas era agarrarlo del paquete y arrastrarlo hacia ella de esa forma tan
sutil y femenina.
Espero que
entendáis mi postura.
Este pobre hombre me trajo a la memoria a otro
espécimen de estos que se mueven en sitios oscuros y con música alta que
conocimos en verano mi hermana y yo (ay, el verano…). Lo llamamos el
Marquesito.
El Marquesito
había venido a nuestra ciudad desde Madrid porque tenía una boda al día
siguiente. Su intención era encontrar una acompañante para la boda a toda costa,
y había salido junto con el novio y otros amigotes a buscarla. A las cinco de
la mañana seguían sin haber conseguido presa.
Aunque claro,
con sus dotes de cortejo no me extraña.
Nos pilló por
banda mientras disfrutábamos tranquilamente de una copa sentadas en la barra, y
nos empezó a hablar con bastante poca fortuna en sus comentarios. Para empezar,
nosotras éramos unas pobres aldeanas que no sabíamos nada de la vida en la gran
urbe. No como él, que era de Madrid Capital. Sin embargo nuestra ciudad era mona
(sí, mona, eso fue lo que nos concedió), aunque diminuta.
Nuestra cara
de estupor era tal que los amigos del Marquesito vinieron a ayudar, porque ya
vieron que la cosa no iba bien. Lástima que ellos fueran también lentos.
-Perdonad a
nuestro amigo, es que lo acaba de dejar con la novia y está algo oxidado en
esto de ligar.
-Sí, ya se le
ve. No tiene mucho arte el chico -Les dijo mi hermana.
-No, no tiene
mucho arte pero es súper buen chaval, ¿Eh? Y además es un partidazo.
-¿Ah sí? ¿Así
que eres un partidazo?
-Sí, sí, soy
un partidazo. Un partidazo de los buenos. Es que soy multimillonario, y encima
me acaba de dejar la novia. ¿Seguro que no quieres venir conmigo a la boda?
Y ahí ya nos
dieron toda la munición que necesitábamos mi hermana y yo. Porque mi hermana
otra cosa no, pero mala baba para meter puyas tiene toda la del mundo y más, y
si le enseñas que eres tonto a pecho descubierto, ella entra a matar. Y allá
fue:
-Vaya, vaya,
vaya, Multimillonario nada menos. Madre mía, ¡Qué suerte hemos tenido, hermana!
Nosotras aquí hablando con estos chicos tranquilamente y resulta que el
millonario. No, perdona, MULTImillonario.
- Ya, qué
fuerte. Discúlpenos por haberles estado tuteando este tiempo, desconocíamos que
fueran ustedes de tan alta escala social. Nosotras, aunque vivamos en la aldea,
tenemos modales. Hermana, enséñale.
-Sí, tienes
toda la razón. ¿Una reverencia?
-¡Claro!
Nos
levantamos, y reverencia con pie atrás y estirando los laterales del vestido. Nos
volvimos a sentar. Los chicos ya vieron que aquello no iba muy bien.
-Bueno, que
tampoco queríamos decir eso.
-No te
preocupes para nada –les dijo mi hermana- si estábamos de broma. Perdona la
reverencia si te ha molestado.
Volvieron a
confiar en ella y dejar al Marquesito solo. Error. Nunca se puede confiar en
ella. Volví al ataque:
-Bueno,
cuéntanos. Multimillonario y de la gran ciudad, seguro que estás siempre en
todos los saraos de la jet. Serás de buena familia, ¿No?
-Sí.
-¡Qué me
dices! ¡Hermana, multimillonario de buena familia nada menos!- y mi hermana, la
de la mala baba, volvió.
-¡Oh, cielos! Cuéntanos,
multimillonario, ¿Tienes algún ducado, o eres Marqués? ¿Tienes tierras, o eres
más de mar, de esos ricachones con yate?- El chico ya estaba ojiplático, mi
hermana estaba on fire- Bueno, qué más dará lo que tengas, tú para nosotras
eres nuestro Marquesito. Bueno, perdón, usted. Usted es nuestro Marquesito,
pero no vamos a acompañarle a ninguna boda en esta aldea, muchas gracias por su
invitación. Le deseamos que en su periplo, Marquesito, tenga más fortuna con
las próximas féminas que se cruce. ¿Hermana?
-Sí, perdona. –me
levanté- ¿Otra reverencia?
-Por supuesto,
hermana, no hay que ser descortés.
Y segunda
reverencia. Tras aquello el pobre Marquesito se fue y nunca volvimos a saber de
él. Pobre. Qué habrá sido de él.
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