11 de noviembre de 2013

SUMMERTIME SADNESS


Este fin de semana me ha entrado una morriña de dimensiones antológicas y hoy tengo un día típico “de videoclip de canción de amor”. Estos días se diferencian de los demás en que estás como triste y te autocompadeces incesantemente de tu mala vida.
 
 

El plan perfecto para este tipo de días es ver una peli de llorar con mocos y todo. Ojo aquí que no vale cualquier peli de llorar, no, no, no. Aquí queremos llorar mor moñadas, no por guerras o desastres naturales o por temas de profundo calado social.


Lamentablemente, es lunes, y hay que trabajar, así que no vale ponerse a ver pelis mientras comes chocolate y te lamentas de tu mala sombra. El único signo que demuestra mi estado de lamento es la clásica pose de videoclip de canción de amor: Codo apoyado en la mesa, cabeza reposando sobre la mano y mirada perdida hacia el infinito (pero cuidado, que el infinito está única y exclusivamente mirando por la ventana).

El sumun es que en esa ventana haya posadas gotitas de lluvia y que parezca que tu vida se ha parado y se ha quedado ahí anclada mientras desde la ventana se ve que la gente pasa a toda velocidad. Eso ya es para morirse de pena por la mala vida que tienes y por lo injustísima que es la sociedad. Pose de videoclip de canción de amor de libro, un 10 si hubiera un jurado examinando.

Bueno, pues yo estoy hoy así de triste.

Y ahora vosotros pensaréis “Oh, cielos, ¿Qué desgracia XXL puede cernirse sobre la pobre Bailarina para que esté así de triste, pobrecita mía?” y yo que soy como una yonki de la compasión en este momento, pues ya me quedo un poquito mejor. Soy así de repelente, necesito atención constante.

Estoy triste porque hace malo.

 
Ahora diréis “Pues menuda chorrada, chica, que es noviembre ya, ¿Qué pretendes?”, y ya, ya sé que es una bobada y que no se puede luchar contra los elementos ni contra la climatología ni contra el inexorable paso del tiempo. Lo sé. Pero es que me da una pena…

Yo soy mujer de calor. Me gusta el sol, los días largos, las duchas fresquitas, los vestidos vaporosos, las sandalias que dejan los deditos libres a los pies. Me gusta coger un foulard por si refresca a la noche, tomar helados, ir a la playa y dormirme al sol.

Me gusta estar morena, me gusta tanto que de hecho creo que rozo la tanorexia (tanorexia: adicción al bronceado, para los blancurrios como la leche no conocedores del palabro), me gusta vestirme con dos cositas y ale, a la calle. En definitiva, que yo sería feliz en un lugar donde siempre hiciera bueno. El frío me sobra SIEMPRE y no quiero yo tener invierno ni de casualidad.

Pero ay, tiempo cruel, esto ya no es o que era. Me encontré el sábado con que tuve que salir a cenar con botas, un abriguito corto porque hacía a la noche un frío del horror y una bufanda de lana. Vamos, que iba forrada como una cebolla. Pero como si aquello no fuese lo suficientemente engorroso tuve que llevar también un paraguas. Porque sí, llovía, y mucho.

Así que añadimos paraguas al kit, y paraguas es como la bestia negra de toda persona que quiera salir por la noche. El acompañante pesado colgado de tu brazo todo el rato sin excepción; y eso en el mejor de los casos, porque es también probable dejarlo olvidado o perdido en algún sitio y tener que volver a casa bajo una cortina de agua sin tener dónde guarecerte, a pesar de haber estado horas con ese bicho colgado de tu brazo.




Lo que no cambia sea la época del año que sea es que el mundo está llenito de gente rara. Esto es así. No obstante parece que yo también vaya buscando guerra, porque me meto en cada antro de mala muerte, y a unas horas, que claro, la gente que hay es digna de estudio antropológico.

Este sábado, por ejemplo, apareció en escena un hombre de los que os hablo. Se trataba de un señor barbudo, de apariencia formal y que portaba náuticos, camisa rosa y Barbour (sí, llevaba la Barbour dentro de la discoteca). Bien, el hombre perdió toda su formalidad cuando cogió de la barra del bar un enorme ramo de rosas de los chinos, que al parecer había comprado a uno de esos amables orientales que van por las noches de bar en bar vendiendo flores de plástico malo y juguetes de aun peor calidad. Es decir, el ramo cochambroso era propiedad del hombre de la Barbour.

Comenzó a moverse por el tugurio con el ramo en la mano para otear el ambiente, porque el caballero parecía decidido a cortejar a alguna de las féminas del local. Lástima que él fuese lo más parecido a una novia súper barbuda que he visto en la vida. Evidentemente, en su primera vuelta no consiguió nada.

Para su segundo intento debió de pensar “Eh, tío, así no estás ligando nada. No te mira ni la más fea. Cambia de táctica: quid pro quo; si no das, poco vas a recibir. Reparte flores”. Y a ello se puso. Se convirtió en un satélite de todo grupo de chicas que había por allí, y repartía flores.


Su gran hándicap fue no ver las señales. El buen hombre consiguió ligar, pero no con quien quería, y después todo se le fue de las manos.
 



La mujer más tarada de toda la discoteca se fijó en él y se decidió a no dejarlo escapar. No sé cómo acabó la cosa entre el tío de la Barbour y la tarada, lo siento. Tuve que dejar de mirar para que no me ardieran los ojos en el momento en el que la tarada decidió que la mejor forma de que “su” hombre dejara de hablar con unas chicas era agarrarlo del paquete y arrastrarlo hacia ella de esa forma tan sutil y femenina.

Espero que entendáis mi postura.

 Este pobre hombre me trajo a la memoria a otro espécimen de estos que se mueven en sitios oscuros y con música alta que conocimos en verano mi hermana y yo (ay, el verano…). Lo llamamos el Marquesito.

El Marquesito había venido a nuestra ciudad desde Madrid porque tenía una boda al día siguiente. Su intención era encontrar una acompañante para la boda a toda costa, y había salido junto con el novio y otros amigotes a buscarla. A las cinco de la mañana seguían sin haber conseguido presa.

Aunque claro, con sus dotes de cortejo no me extraña.

Nos pilló por banda mientras disfrutábamos tranquilamente de una copa sentadas en la barra, y nos empezó a hablar con bastante poca fortuna en sus comentarios. Para empezar, nosotras éramos unas pobres aldeanas que no sabíamos nada de la vida en la gran urbe. No como él, que era de Madrid Capital. Sin embargo nuestra ciudad era mona (sí, mona, eso fue lo que nos concedió), aunque diminuta.
 
 

Nuestra cara de estupor era tal que los amigos del Marquesito vinieron a ayudar, porque ya vieron que la cosa no iba bien. Lástima que ellos fueran también lentos.

-Perdonad a nuestro amigo, es que lo acaba de dejar con la novia y está algo oxidado en esto de ligar.

-Sí, ya se le ve. No tiene mucho arte el chico -Les dijo mi hermana.

-No, no tiene mucho arte pero es súper buen chaval, ¿Eh? Y además es un partidazo.

-¿Ah sí? ¿Así que eres un partidazo?

-Sí, sí, soy un partidazo. Un partidazo de los buenos. Es que soy multimillonario, y encima me acaba de dejar la novia. ¿Seguro que no quieres venir conmigo a la boda?

Y ahí ya nos dieron toda la munición que necesitábamos mi hermana y yo. Porque mi hermana otra cosa no, pero mala baba para meter puyas tiene toda la del mundo y más, y si le enseñas que eres tonto a pecho descubierto, ella entra a matar. Y allá fue:

-Vaya, vaya, vaya, Multimillonario nada menos. Madre mía, ¡Qué suerte hemos tenido, hermana! Nosotras aquí hablando con estos chicos tranquilamente y resulta que el millonario. No, perdona, MULTImillonario.

- Ya, qué fuerte. Discúlpenos por haberles estado tuteando este tiempo, desconocíamos que fueran ustedes de tan alta escala social. Nosotras, aunque vivamos en la aldea, tenemos modales. Hermana, enséñale.

-Sí, tienes toda la razón. ¿Una reverencia?

-¡Claro!

Nos levantamos, y reverencia con pie atrás y estirando los laterales del vestido. Nos volvimos a sentar. Los chicos ya vieron que aquello no iba muy bien.


-Bueno, que tampoco queríamos decir eso.

-No te preocupes para nada –les dijo mi hermana- si estábamos de broma. Perdona la reverencia si te ha molestado.

Volvieron a confiar en ella y dejar al Marquesito solo. Error. Nunca se puede confiar en ella. Volví al ataque:

-Bueno, cuéntanos. Multimillonario y de la gran ciudad, seguro que estás siempre en todos los saraos de la jet. Serás de buena familia, ¿No?

-Sí.

-¡Qué me dices! ¡Hermana, multimillonario de buena familia nada menos!- y mi hermana, la de la mala baba, volvió.

-¡Oh, cielos! Cuéntanos, multimillonario, ¿Tienes algún ducado, o eres Marqués? ¿Tienes tierras, o eres más de mar, de esos ricachones con yate?- El chico ya estaba ojiplático, mi hermana estaba on fire- Bueno, qué más dará lo que tengas, tú para nosotras eres nuestro Marquesito. Bueno, perdón, usted. Usted es nuestro Marquesito, pero no vamos a acompañarle a ninguna boda en esta aldea, muchas gracias por su invitación. Le deseamos que en su periplo, Marquesito, tenga más fortuna con las próximas féminas que se cruce. ¿Hermana?

-Sí, perdona. –me levanté- ¿Otra reverencia?

-Por supuesto, hermana, no hay que ser descortés.

Y segunda reverencia. Tras aquello el pobre Marquesito se fue y nunca volvimos a saber de él. Pobre. Qué habrá sido de él.

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