No
sé si lo habréis deducido ya vosotros solos, pero soy una mujer de gustos
sencillos: mi pequeña ciudad, mi pueblito bueno, mis vacaciones en Menorca, mi
pedazo de Viaje a Nueva York para parecer Alfredo Landa…
Total,
que soy más bien normalita pero de alma culinaria aventurera. Eso sí que no no
me lo quita nadie. Todo lo que sea comida extraña raruna novedosa, Bailarina se
lo zampa sin contemplaciones. Soy así, no conozco límites en lo que a comida
exótica se refiere. Y esto es súper raro porque, desde luego, de familia no nos
viene.
De
pequeñas, mi hermana y yo no íbamos ni siquiera a restaurantes chinos como el
resto de familias normales del mundo, porque mi madre los chinos los aborrece
con todo su ser (los restaurantes, no a la gente de ojos rasgados, pobres. Contra
esos ella no tiene nada). Mi hermana y yo hemos pasado una infancia súper dura
sin saber ni siquiera lo que era un arroz tres delicias (¿Qué delicias serían
las que acompañaban al arroz? No veas tú qué decepción cuando una de ellas era
nada menos que tortilla francesa, tócate los pies. Súper delicia) o un rollito
de primavera. No pasamos toda la infancia sumidas en la ignorancia oriental.
Cuando
ya fuimos mayores, sin embargo, el poder maternal anti asiático perdió su
efecto y descubrimos la comida asiática, fundamentalmente porque empezamos a
salir a comer a chinos con las amigas. Y nos gustó.
Lo
malo es que nunca jamás conseguimos ir a un chino con nuestros progenitores,
porque mi madre vive en un continuo erre que erre antichino. Lo bueno, dentro
de lo que cabe, es que en ocasiones muy muy especiales, conseguíamos la
bendición y el permiso paternal para pedir chino a domicilio –súper éxito de
las hermanas Bailarinas-. Normalmente, este permiso se hacía realidad en época
de exámenes, único momento en el que ablandábamos los corazoncitos de nuestros
padres, pero aquí nuestra madre tenía un Modus Operandi muy estricto para sus
hijas:
Nos
hacía comer “esa comida asquerosa” totalmente solas en la cocina con las
ventanas abiertas de par en par “porque echa una peste que tumba”, y como si
eso no fuese suficiente marginación por filochinismo, una vez acabada la
comida, nos hacía bajar a la calle a echar los tuppers vacíos al conteiner “porque
yo no pienso abrir mañana por la mañana la basura para ir a tirar algo del
desayuno y encontrarme esta mierda aquí soltando su hedor, que me da algo. Si queréis
chino luego no quiero ver ni rastro de él en casa cuando hayáis acabado, que
luego este olor se pega a las paredes y no se va en días”.
Básicamente,
podíamos pedir chino pero desde el minuto en el que el lepaltidol nos dejaba el pedido hasta que tirábamos todo a la basula en la calle, mi madre solo decía
“qué asco, chino, qué asco, chino, con todas las cosas buenas que os hemos dado
de comer vuestro padre y yo, y vosotras a pedir esta mierda”. Era la penitencia
del chino a domicilio.
Mi
santa madre: toda una defensora de la diversidad de gustos.
Sin
embargo, a pesar de que nos lo han puesto muy difícil en casa, me gusta esto de
probar comida raruna. Así que el sábado me fui con las amigas a lo loco y sin
pensar a cenar a un indio.
Sí,
ya sé que para muchos un indio es de lo menos exótico que hay, pero qué queréis
que os diga, el sábado nosotras éramos siete a la mesa y ninguna había probado
la comida hindú nunca antes. O sea, que en nuestra pequeña ciudad, el hindú
recién abierto es de lo más exótico que te puedes echar a la cara en este
momento.
Y
a mi madre en un indio le puede dar un síncope nada más cruzar el umbral del
local, o sea que tengo aun más mérito.
Cosas
que comentar sobre el Restaurante:
Uno: decoración. Restaurante pintado
sobre naranjas/morados/fucsias y oros. En plan hindú chillón de manual, vaya.
Casi salgo mareada de tanto color, eso parecía la Posada de las Ánimas en
primavera, todo lleno chonis MHYV con vestidos pegados, Dios de mi vida qué
empacho de colorido flúor.
El
nombre del local, por supuesto, a juego con la decoración cliché: Taj Mahal, Gandhi,
Bollywood, Tandoori lo que sea que suene indudablemente a indio. Todos son
nombres súper válidos para un restaurante de estos.
¡Arriba
el folclore hindú!
Dos: la tele. Y
es que en medio del comedor había un televisor gigante bien plantado y
encendido, y era la bomba. Yo no pude dejar de mirarla en toda la cena y eso
que estaba en mute (y ver la tele en mute está en el top 3 de cosas sin sentido,
máxime si lo que hay en pantalla son vídeos musicales sin música: ridículo),
pero es que los indios hacen una tele que me flipa. Tardé dos horas y media en
darme cuenta de que lo que yo creía que eran videoclips todos seguidos con los
mismos actores una y otra vez…
-¡¡Otra
vez los mismos en este videoclip también!! ¿Habéis visto? Éste es el mismo.
Era
en realidad, atención, una de estas
películas musicales que duran cinco horas tan típicas del país.
¡Arriba
el folclore hindú!
Cuando
caí en la cuenta de que era una peli me sentí muuuuuuuuy lerda, pero me consoló
saber que, en la mesa de al lado, las comensales seguían pensando que estaban
viendo videoclips del mismo cantante todo el rato.
Al
menos soy más avispada que algunas otras, menos mal.
Tres: la comida.
Porque, ¿qué haces cuando vas a un indio a cenar y no tienes ni puñetera idea
de lo que se pide? ¿Le dices al mesero morenito así por señas que te saque lo
típico?
¿Arriba
el folclore hindú?
No
bonita no, no nos pasemos de frenada con el folclore, porque eso supone que igual nada más salir del
restaurante te tienes que meter en una tasca de las de toda la vida, con más hambre
que Dios talento y comerte un bocadillo de jamón, porque te han servido unas
cosas tan raras y tan picantes que no ha habido mortal que haya atrevido a comerse
eso.
El
plan bocata no nos atraía en absoluto. Con lo cual, servidoras, precavidas como
nadie, hicimos un pequeño sondeo entre nuestros respectivos amigos para saber
qué pedir, y cuando llegó el camarero con las cartas, sacamos nuestros
respectivos teléfonos y empezamos a cantar:
- -A ver, aquí me han puesto que está
bueno el onion bacé o bací o como se lea, aquí me lo han escrito B-A-Z-E-E… no
sé. Eso. Y arroz polao, que no tengo ni idea de lo que será.
- -Bueno, no tenemos ni idea de lo que
es nada de esta carta. ¡Lo pedimos! A mí me han mandado también que pidamos
cordero Tikka Masala…
- -¡Ah, mira, que tengo una captura de
una conversación y a mí también me han puesto que pidiéramos eso en un mensaje!
Va, pues el pikachu ese lo pedimos fijo.
- -Jo, qué intrépidas somos, amigas. A ver
qué tal está la comida. ¡Qué nervios
!
Y
así, señoras y señores, pedimos lo que queríamos cenar al camarero. ¿Y qué
pasó? Pues, como cabía esperar al no tener ni puñetera idea de qué nos iban a
traer a la mesa, que aceptábamos lo que nos servían con los ojos cerrados. Nos daba
igual carne que arroz que pescado. Cuando la mesa parecía un expositor de
cuencos con carnes en salsas de colores preguntamos:
-
Bueno, ¿Y cuál de estos cuencos es el
de Tikka Masala? Por saber qué es cada plato, más que nada…
Fue
entonces cuando el camarero, mirando cada cuenco meticulosamente con cara de
susto, se empezó a poner de un color mucho más pálido que el oscurito que
traía, y se le empezó a caer una gotita de sudor por la patilla derecha hacia
el mentón:
- -Ehh… Tikka Masala no aquí. Esto… –Y sacó
la comanda, y se puso aún más pálido, ya parecía alemán- Esto de aquí… esto no
es comida vuestra.
Tócate
los pies, Mariloli, que resulta que nos habían servido nada menos que cuatro
platos ya y ninguno era para nosotras. ¡¡Nos estábamos comiendo la comida de
las chicas de la mesa de al lado!! ¡¡No
teníamos absolutamente ningún plato en común con ellas salvo el arroz blanco!!
Y
lo peor de todo es que después de intercambiarnos los platos y comernos cada
una lo que había pedido, lo que más nos gustó fue uno de los platos de las de
al lado, que no sabemos cuál es.
Ahora
tenemos que volver al indio a hacer cata de corderos, porque uno de ellos, así
como con salsa color mostaza pero nada de sabor a mostaza, es el mejor plato
indio que hemos probado.
Eso,
y las películas musicales.
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